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Tucumán, entre 1966 y 1976: El azúcar y la sangre

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por Luciana Sousa

“Qué vida más despareja / Todo es ruindad y patrañas / Pelar caña es hazaña / Del que nació pal rigor / Allí había un solo dulzor / Y estaba adentro de la caña”

“Nadie diría que hay hambre en Tucumán, pero la palabra hambre retumba en todas partes. Se la puede oír entre los pilares de mármol del Casino, dicha ansiosamente por un almacenero que acaba de distribuir cinco mil pesos en la tercera docena. Se la siente reptar entre las mesas de Las Vegas, un restaurante inmenso en forma de galpón. El hambre, la violenta palabra, se oye crecer en las 58 agencias de quiniela, en los salones del Jockey Club donde los industriales y grandes cañeros se sientan al mediodía a beber whisky”. Así empieza una nota periodística en Primera Plana, de Tomás Eloy Martínez, escrita unos meses antes del golpe de Onganía, en 1966, que funciona como contexto del proceso histórico que pone en valor Eduardo Anguita en su documental “Tucumán, entre 1966 y 1976: El azúcar y la sangre”, de 2006.

Para entonces, efectivamente, Tucumán era un desierto desolador. La producción de azúcar, cultivo que sostuvo la economía provincial desde el siglo XIX, sufrió la fuerte caída del precio internacional. La provincia contaba entonces con una capacidad de producción récord pero sin posibilidades de vender el excedente y corroída por crecientes tensiones internas. El conjunto de políticas tomadas por el Estado nacional en 1966, conocidas como “Operativo Tucumán” tenía como objetivo declarado la radicalización y diversificación de la industria local; se cerró el 50% de los ingenios, y entre 10 y 11 mil pequeños productores campesinos independientes fueron expulsados de la producción.

Estas medidas insertaban a Tucumán en la política económica que a nivel nacional había diseñado el nuevo bloque de poder, cuyos objetivos eran desarmar el modelo de desarrollo consolidado por Perón y sentar las bases de una reconversión económica, asentada en la promoción de sectores de la economía ligados al capital transnacional.

Pero el “Operativo Tucumán” apuntaba fundamentalmente a erradicar un paradigma que surgió de la convergencia entre el proceso de radicalización política y el conflicto social. El hambre, elemento que introduce el relato de Tomás Eloy Martínez, articula la acción política de sectores sociales diversos, como campesinos, sindicatos, estudiantes y obreros.

El azúcar y la sangre, como síntesis, constituye así el marco de referencia para comenzar a abordar las luchas populares y las políticas de exclusión social y represión de las organizaciones practicada a partir de la dictadura de Onganía. El documental recoge testimonios de obreros de la zafra, sindicalistas, guerrilleros, periodistas, y representantes de la justicia que narran en primera persona lo que el historiador Roberto Pucci define como “el primer experimento de genocidio industrial o industricidio practicado en el país”. Tucumán se constituyó así como escenario precursor de lo que sucedería años después en Argentina.

La organización popular

El documental de Anguita recupera la experiencia de la Federación Obrera de Trabajadores de la Industria Azucarera (FOTIA), nacida en 1944 al calor del advenimiento del peronismo y el afianzamiento de un modelo de acumulación distributivo favorable a los sectores del trabajo y la pequeña y mediana industria nacional. Esta Federación, columna vertebral del movimiento sindical y del peronismo en Tucumán, es protagonista en 1974 de la última gran huelga azucarera, en la que, durante casi veinte días, van a la lucha más de 500 delegados. “Una huelga general a la que sólo falta la adhesión policial”, señala la nota de Eloy Martínez.

Muchos de los dueños de los ingenios encontraron en el terrorismo de Estado un socio que se ocuparía de decapitar a la dirigencia sindical rebelde. Es por ello que, durante estas jornadas los empresarios azucareros acusaron de “subversivos” a dirigentes históricos de la FOTIA, entre ellos a Atilio Santillán, ex Secretario General del sindicato, asesinado en 1976 en Buenos Aires.

Con este conjunto de experiencias, El azúcar y la sangre propone que la destrucción de los puestos de trabajo en los ingenios azucareros y la represión de las protestas sociales fue la causa directa de la organización armada de un sector de la clase obrera sindicalizada y politizada que, en 1974, conforma la Compañía Monte Ramón Rosa Giménez. Luego de la muerte de Perón, este grupo realiza tomas y asaltos a comisarías. Su impacto, como señala el documental, es más bien reducido, pero provoca el desembarco en territorio tucumano de unidades de combate del Ejército en lo que se conoció como “Operativo Independencia”.

Más allá de testimonios y anécdotas, como la carta de la madre de un guerrillero muerto en estos operativos, el documental no ahonda en la estructura ni en la organización de este grupo. En cambio, enfatiza en paisajes y escenarios paradigmáticos como el de Santa Lucía, pueblo organizado alrededor del ingenio donde, en 1975 se establece la base militar del Operativo Independencia. También se narra lo sucedido en Famaillá, donde la escuela del pueblo se convierte en el primer centro clandestino de detención de nuestro país. De acuerdo a lo declarado años después, por La Escuelita pasaron 1507 detenidos. En estos pasajes son fundamentales los testimonios de los ex trabajadores del ingenio, de los sobrevivientes de La Escuelita, y de los vecinos que aún recuerdan los gritos de los detenidos que, como el hambre, se sienten en cada rincón de la provincia.

Operativo Independencia

La represión contra los obreros del azúcar comenzó durante los operativos efectuados en 1974 en busca de la Compañía de Monte del ERP, y estuvo a cargo de Alberto Villar, uno de los jefes de la Triple A, y del comandante de la Quinta Brigada de Infantería, Luciano Benjamín Menéndez. Estas prácticas represivas se institucionalizan en 1975 con el Operativo Independencia, a cargo del general de brigada Acdel Vilas, luego reemplazado por Antonio Domingo Bussi.

El documental de Anguita desnuda con precisión la aceitada articulación entre los poderes concentrados, necesarios para llevar a cabo este proyecto exterminador: los dueños de los ingenios; la Iglesia; las Fuerzas Armadas y los medios de comunicación.

Particularmente, el documental explica que el ejército argentino se forma en la “escuela” de la tortura que Francia pone en marcha en Argelia, e informa sobre los viajes de Buzzi a EEUU y Vietnam. Además, El azúcar y la sangre denuncia la complicidad de los medios de comunicación durante estos años; se refiere a la participación de dos corresponsales en estos operativos: Héctor Padilla por el Diario La Nación (luego secretario de Información Pública del gobierno de Antonio Bussi) y Joaquín Morales Sola, por el Diario Clarín, encargados de “crear una opinión pública favorable” sobre estas tareas.

El documental concluye con el testimonio de representantes de la Justicia –entre ellos, el fiscal general federal Antonio Gustavo Gómez, que describen la tenaz labor desarrollada desde 2003 para procesar a los generales Bussi y Menéndez, emblemas de la represión argentina. También Celina Koffman, de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, brinda su testimonio.

Desde entonces, no solo Bussi y Menéndez han sido procesados y juzgados; ya son 445 los genocidas condenados. Documentales como El azúcar y la sangre tienen la enorme tarea de reivindicar la lucha por el juicio y castigo a los culpables, para lograr más verdad, más memoria y más justicia.


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